De pie allí, aquel anochecer de agosto, entre los dos grupos, con el mar lamiendo sus pies descalzos, Peter se dio cuenta de pronto de algo muy obvio y terrible: un día dejaría el grupo que corría desordenadamente por la playa y se uniría al grupo que estaba sentado y conversaba. Resultaba difícil de creer, pero sabía que era verdad. Se preocuparía por cosas diferentes, por el trabajo, por el dinero y los impuestos, los talonarios, las llaves y el café, y por hablar y estar sentado, interminablemente sentado. (...) ¿Cómo podía ser feliz ante la perspectiva de una vida gastada en estar sentado y hablar? O haciendo recados y yendo a trabajar. Y sin jugar nunca, sin divertirse nunca de verdad. Un día sería una persona completamente diferente. Ocurriría tan despacio que ni siquiera se daría cuenta, y cuando lo hiciera, su espléndido y juguetón yo de los once años estaría bastante lejos, sería tan peculiar y difícil de comprender como le parecían a él todos los adultos en ese momento.
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